Acabo de volver a Cuba después de siete años. No iba desde abril de 2018. A lo largo de los casi cuatro años anteriores, período durante el que pasé gran parte del tiempo ahí, Raúl Castro y Barack Obama restablecieron las relaciones diplomáticas entre sus países y emprendieron un proceso de apertura y abuenamiento que detonó un ambiente de entusiasmo y esperanza. Cuba se puso de moda: abrieron tiendas de lujo en el Parque Central; Gucci realizó su desfile anual en El Prado, Rápido y Furioso filmó un capítulo de su saga en El Malecón; Madonna celebró su cumpleaños número 58 en La Guarida y The Rolling Stones, cuya música estuvo prohibida por décadas, dio un concierto para 300.000 personas en la Ciudad Deportiva. Mick Jagger gritó desde el escenario: “¡Parece que los tiempos están cambiando!”. Y la multitud le contestó que sí. Cubanos que habían hecho su vida afuera volvieron para emprender de nuevo en la isla. Obama visitó La Habana y sus habitantes salieron a saludar el paso de La Bestia, la limusina que lo transportaba. Hasta los más nihilistas se permitieron imaginar un feliz viraje sin retorno.
El 25 de noviembre de 2016 murió Fidel y se decretaron nueve días de luto, con ley seca y cualquier festejo prohibido. El 4 de diciembre lo enterraron en el cementerio de Santa Ifigenia debajo de una roca inmensa traída de la sierra Maestra, a pasos del mausoleo de José Martí.

Pero las cosas no se dieron como era deseable esperar. La fiesta se apagó rápido, aunque no de golpe. Al poco se impuso el trumpismo de Florida y el fidelismo conservador en Cuba. Vino la pandemia, la ausencia de ayudas extranjeras, el Movimiento San Isidro, las protestas de periodistas, artistas y escritores afuera del Ministerio de Cultura, las del 11 de julio de 2021 —las más grandes desde el maleconazo de 1994—, la canción Patria y Vida del grupo Gente de Zona, la obstinación de un pésimo manejo económico, la Ley de Comunicación Social que terminó de prohibir la propiedad privada de cualquier medio de comunicación, una crisis alimentaria que tiene al Gobierno pidiendo leche en polvo al Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas y un colapso del sistema energético por falta de combustible y de mantención de las generadoras que provoca apagones permanentes. Diariamente, en todos los barrios, a cierta hora, se corta la luz.
***
Hay muy poca gente en La Habana. Según el economista y demógrafo Juan Carlos Albizu-Campos, entre 2022 y 2023 la población isleña cayó en un 18%. De algo más de 11 millones a cerca de 8,5 millones. Actualmente, por Obispo deambulan unos cuantos, pero ni la sombra de lo que sucedía 10 años atrás, cuando ahí se concentraban los turistas. Hoy se cuentan con los dedos de las manos. Varios de sus locales comerciales están cerrados y en los que siguen abiertos la oferta es ridícula. En la Plaza de Armas dejaron de vender libros y antigüedades. Un dúo de viejos canta Bésame Mucho sin público. Las mesas del restaurante que daba vida a la plaza de la Catedral ya no existen. En la puerta de la Bodeguita del Medio, dos mujeres disfrazadas fuman puros de palo para posar con los visitantes. Una de ellas, no menor de 70, me ofreció sexo oral. En el muro de enfrente, un mal pintor exhibe sus telas con la cara del Che. “Hasta la victoria siempre. Patria o muerte”, se lee en una de ellas. Pasa una anciana en silla de ruedas y me pide plata para comer. Casi todos los cubanos con los que uno se cruza por ahí, están mendigando. Hay los que ofrecen monedas y billetes descontinuados con los rostros de los héroes de la Revolución a cambio de cualquier ayuda. Al final de la tarde, penan las ánimas.
***
En las calles se ven más viejos que jóvenes. “La arcilla fundamental de nuestra obra es LA JUVENTUD, en ella depositamos nuestra esperanza y la preparamos para tomar de nuestras manos la bandera”, asegura Ernesto Guevara en una cartel de la calle Teniente Rey. Por los bordes del bulevar San Miguel puede encontrarse a algunos de esos ancianos tirados en el suelo. A quienes viven escarbando basureros les llaman deambuladores. Cuesta mucho más que antes hallar muchachos y muchachas atractivas, de esas que han hecho famosa la belleza cubana. Y no es de extrañar, porque en esta fuga no faltan los viajeros dispuestos a rescatarlas.
***
En la Plaza Vieja, a fines del año pasado, el artista alemán Martin Steinert instaló una escultura titulada Nube de Madera. Son cientos de listones que estructuran un volumen liviano y que, como su nombre indica, parece una nube de madera. Los habaneros han repletado sus tablas con mensajes y deseos: “Sé libre sin importar lo que digan”, “Paz y prosperidad para mi Cuba”, “Me quiero ir para el yuma”, “Los quiero, pero los dejo”, “Abajo la dictadura”, “De qué revolución me hablan, si aquí no dejan que cambie nada”, “Vaya que los odio”. También hay corazones atravesados con declaraciones de amor y autógrafos con fechas.
***
En La Habana Vieja abundan los edificios en ruinas. Según datos oficiales un 35% de las viviendas del país están en mal estado. Semanas antes de pasar por ahí se derrumbó uno en Santos Suárez y por esos mismos días otras cinco viviendas en Guajay, otra en Compostela y un balcón en la calle Muralla. Es frecuente encontrar en las esquinas restos de concreto y basura acumulada. Me cuentan que pueden pasar semanas sin recogerla y hay parques, como el Carlos Aguirre, directamente convertidos en basural. Llegué allí después vagar por Centro Habana: Neptuno, Perseverancia, Lealtad y San Rafael hasta Infantas, donde entre los pilares había quienes ofrecían pares de zapatos viejos, remeras gastadas, clavos, alambres oxidados y masas dulces. Un comercio de restos.

***
Si algo ha caracterizado estas tierras de la Revolución es la seguridad. Drogas siempre ha habido, pero en círculos muy exclusivos, nada parecido a su presencia en los otros países latinoamericanos. Mientras caminaba por Cayo Hueso, sin embargo, más de una vez me advirtieron de que no hablara por celular. El asunto se ha vuelto un tema muy presente en la conversación de los cubanos. El escritor Pedro Juan Gutiérrez me contó que estaba reforzando las puertas de su departamento en un piso 8 de Galeano o por ahí, muy cerca del Malecón. En esos barrios, según me dijo, hoy se expande el consumo de una droga nueva conocida como El Químico. La dosis -un pedazo de papel impregnado- cuesta menos de un dólar y contiene carbamazepina y otras benzodiacepinas, además de anestésico para animales, formol, fentanilo y fenobarbital. Según Josué, “es como un golpe de energía que me llena de calambres todo el cuerpo. Hay un momento que solo siento como late el corazón y se me tapan los oídos. A muchos les provoca caminar rápido, pero a mí me da por ir lento”.
***
Paralelamente, hay una burguesía que emerge. Son los dueños de las mipymes privadas que han sustituido la provisión estatal de muchísimos bienes y servicios. Mientras unos no consiguen contentarse con los poquísimos productos que flotan como náufragos sobre los mesones de los mercados de barrio, se consolida esta clase comerciante que habita un mundo aparte. Distintos tiempos conviven en los transportes callejeros: carretas, taxis a pedales, autos gringos de los años cincuenta, ladas soviéticos, triciclos eléctricos, vehículos del año. Hay más autos nuevos que antes, muchos chinos, pero no solamente. También restaurantes en los que se puede comer muy bien a precios internacionales. Si antes los acostumbraban artistas y músicos exitosos, miembros de la nomenclatura y extranjeros, ahora tienen entre sus habitués a los dueños de estos nuevos negocios y sus familias. La economía se halla altamente dolarizada y no es difícil cambiar dólares en el mercado negro a casi el triple de su precio oficial. En las tiendas mejor abastecidas se paga directamente con esa moneda. Han aparecido nuevos hoteles inmensos y deshabitados que son propiedad del Estado, pero cuya gestión está en mano de privados: uno de 42 pisos, en la calle 23, a pasos del Coppelia, administrado por Iberostar y el inmenso Gran Muthu Habana Hotel próximo a la Quinta Avenida son los que más llaman la atención. Pregunto para qué los construyen ahora si no hay turistas y, aunque nadie puede responderlo a ciencia cierta, hay quienes aseguran que se trata de proyectos comprometidos durante el Deshielo, como bautizaron esos años de apertura y esperanza, interrumpidos por la reacción del poder local, el triunfo de Donald Trump y la pandemia. Otros sospechan que se trata de apuestas futuras o de negocios turbios en los que se hallarían involucrados miembros del aparato gubernamental. No habiendo prensa libre, las noticias son rumores, y uno muy difundido es que la obtención de permisos depende de personajes corruptos como El Cangrejo. Por miedo a los micrófonos, cuando alguien se refiere a él pone a caminar los dedos.

***
“No tomes apuntes en público”, me dice un amigo mientras escribo en una libreta lo que acaba de contarme: que la bola repite que Miguel Díaz-Canel tiene mal aché. El aché, entre los santeros, es la suerte. Según él, apenas asumió el Gobierno llegó un tornado a La Habana, después estalló el hotel Saratoga y tres meses más tarde ardieron los depósitos petroleros de Matanzas. “Guarda eso”, me dijo, “no seas loco”. Era la primera vez que regresaba a Cuba tras publicar Viaje al Fin de la Revolución, un oficial de civil me había hecho a un lado en el aeropuerto para recordarme que llegaba con visa de turista y, como pude ratificar a los pocos días que era cierto, “te tienen en la mira, asere”, agregó. “La población de esta ciudad ya no es la misma”, me dijo más tarde. De sus amigos no queda ninguno. Al mismo tiempo que los habaneros migran al extranjero en busca de mejores oportunidades, por el mismo motivo migran de las provincias a La Habana. A los que llegan de oriente les llaman palestinos. Se les reconoce por el acento, el color de piel, el nivel cultural, la precariedad extrema y la falta de arraigo.
***
Vuelvo al barrio del Vedado en que solía quedarme años atrás: el paseo de los Presidentes, la galería Habana, el mercadito de la calle F donde ahora no hay nadie y sobre cuyos mesones entristecen algunos ajos, pimentones, cebollas, yucas y remolachas, muy separadas unas de las otras. Al fondo, una vitrina de vidrio con un lulo de mortadela, cuatro o cinco cortes de vacuno y chancho muy poco apetitosos, y antes de adentrarse en su oscuridad, un rincón en el patio donde una veinteañera vende helados de fresa, chocolate, caramelo y guanábana dignos de la mejor gelatería italiana, aunque servidos en unos muy rudimentarios vasos plásticos. Así como sobreviven estos helados estupendos, si se busca, puede encontrarse el mejor jazz del continente entre la bulla del reparto, la variante local de reguetón que la rompe. El hotel Presidente está exactamente igual, aunque su terraza vacía. Una década atrás, muchos se reunían en la vereda de la calle 2 para captar la señal de wifi disponible para sus huéspedes y comunicarse con sus parientes en el extranjero. Hoy la mayoría paga planes telefónicos que les permiten hacerlo sin mayores dificultades.

***
Ya nadie cree en la Revolución. El Gobierno de Diaz-Canel no concita ningún afecto ni respeto entre los cubanos. Pudiendo, despotrican. En el país no se produce casi nada. La Administración de Donald Trump, por su parte, impone permanentemente nuevas restricciones que amplían el bloqueo. Mientras estaba allá prohibieron el funcionamiento de la plataforma Airbnb. Antes, suspendió las licencias para transacciones con la empresa que recibe las remesas (hoy la plata viaja en maletas), el parole humanitario y los procesos de reunificación familiar, incluyó a Cuba en el decreto que limita el acceso a inteligencia artificial a universidades y decidió perseguir como criminales a los posibles inversores de la industria nacional Biofarmacéutic, entre otras muchas medidas de hostigamiento. En las noticias internacionales apenas se habla de lo que sucede en Cuba, salvo en los debates políticos locales donde sus enemigos ideológicos la mencionan como una abstracción desdeñable. Sus habitantes de carne y hueso, mientras tanto, no consiguen imaginar el paso siguiente de esta historia, cuánto peor se puede estar. Allí donde alguna vez se concibió el hombre nuevo, cunde la desesperanza.