Una Teoría del todo para despejar incógnitas en la ecuación de Dios

hace 1 año 117
Imagen del despacho en Princeton de Albert Einstein tomada en 1955. Imagen del despacho en Princeton de Albert Einstein tomada en 1955. Ralph Morse

Hace algunos años, cuando el físico Richard Feynman se encontró con su colega John Henry Schwarz en el ascensor del Instituto de Tecnología de California, desplegó su sonrisa en modo irónico para preguntarle: “¿En cuántas dimensiones estás hoy, John?”

Con esta guasa, Feynman estaba planteándole a su colega un asunto tan serio como que un elefante no podría entrar en aquel ascensor, por mucho que se teorizase al respecto. Pero vayamos por partes o, mejor, por instantes. Porque, en un primer instante podemos encontrarnos en el despacho de Einstein, en su cuarto de trabajo, donde el físico buscó y rebuscó una fórmula que expresase la Teoría del todo, una ecuación simétrica de pocos centímetros donde quedase integrado el movimiento del cosmos en expansión junto a la danza de las partículas invisibles.

Einstein murió sin dar con la citada teoría, se quedó con las ganas de leer la mente de Dios y transformar su lectura en una pareja de expresiones algebraicas salpicadas de incógnitas. No pudo ser. Cada vez que trataba de unificar la teoría de lo muy grande con la teoría de lo muy pequeño, surgía la dificultad, es decir, el universo en expansión entraba en conflicto con la conducta de las partículas subatómicas.

El siguiente instante lo podemos encontrar cuando el Colisionador de Hadrones (LHC) evidenció que lo único conseguido con su acción había sido una minúscula parte de la Teoría del todo expresada en el bosón de Higgs o Partícula de Dios; un descubrimiento importante, por otro lado, para entender el origen de la masa de las partículas subatómicas.

Con todo, más allá de los instantes que nos alejan de una solución que se escurre entre los dedos, el físico Michio Kaku nos ilustra acerca de la Teoría de cuerdas como principio válido para conectar todos los fenómenos físicos conocidos hasta hoy. Con la citada Teoría de cuerdas se conseguiría armonizar los paradigmas de la mecánica cuántica y de la relatividad general. Michio Kaku lo explica en su nueva entrega recientemente publicada en castellano bajo el título La ecuación de Dios (Destino). Con el estilo didáctico que le caracteriza, Kaku nos presenta las partículas elementales como modos de vibración de cuerdas diminutas, similares a gomas elásticas. Por decirlo a su manera, el universo está compuesto de vibraciones, y los electrones y los quarks no son más que distintas notas de la misma cuerda.

Si prestamos atención a Kaku, podemos llegar a comprender de qué pregunta es respuesta nuestro universo y, con ello, saber qué hay al otro lado de un agujero negro. Pero si seguimos con el viaje que nos traslada a leer la mente de Dios, nos encontramos con una desventaja, con un impedimento dimensional, pues en la Teoría de cuerdas la dimensionalidad del espacio-tiempo está fijada en diez dimensiones.

Con esto, el universo podría haber tenido diez dimensiones en su origen y, a medida que el universo se expandía, seis dimensiones fueron contrayéndose hasta hacerse minúsculas. Y aquí, en este preciso instante, entraría Richard Feynman en el ascensor donde se encontró con su colega, uno de los padres de la Teoría de cuerdas: el físico John Henry Schwarz.

Ocurrió en una calurosa mañana californiana, y Richard Feynmann extendió su sonrisa más irónica para poner en evidencia una teoría que, de ser certera, de haber tenido nuestro universo diez dimensiones en su origen, nuestros átomos tendrían que ser infinitamente más pequeños de lo que son para poder penetrar en tan minúsculas magnitudes superiores. De momento, resultaba tan difícil como que un elefante entrase en aquel ascensor.

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